Totalitarismo Invertido: daños colaterales (1)

Por Gregorio Pérez Almeida (Desde la escalera)

¿Recuerdan al «pistolero loco» de Plaza Altamira, en diciembre de 2003? Les parecerá descabellado, pero está relacionado con el «miedo» como factor determinante en el control político del pueblo estadounidense. Voy con el cuento. Wolin sostiene que:

«Fueron efectos duraderos de la Guerra Fría no sólo la eliminación de la URSS sino también la contención y el retroceso de los ideales sociales y políticos del New Deal. La ideología unificadora para las masas era una ideología » desmaterializada», combinación de patriotismo, anticomunismo y -en la nueva era nuclear- miedo«.

«Miedo» es la «invariable» en las relaciones entre las élites y el pueblo de los Estados Unidos desde el inicio de la Guerra Fría:

«Así como luego el terrorismo les resultaría útil a os artífices de políticas en los Estados Unidos por su <factor miedo>, la acumulación de armas atómicas sirvió al mismo propósito de normalizar una atmósfera de miedo durante la Guerra Fría […] Todos los elementos orientados hacia la movilización de la sociedad, marcaron la transformación de la participación popular, que pasó de experimentos del New Deal en democracia participativa a un populismo que intercambiaba poder económico por conformismo leal, esperanza por miedo».

«Miedo» es el factor determinante para controlar a las masas incómodas y sembrar en ellas la necesidad de un gobierno protector, con lo que se logra, según Wolin, que apoyen irrestrictamente sus acciones de control policial interno y sus actuaciones bélicas en el extranjero, como parte de las políticas de «defensa y seguridad nacional».

Durante la Guerra Fría, el miedo tuvo una raíz muy fuerte en la existencia de un enemigo externo que amenazaba la vida de todos los estadounidenses ya que era capaz de «infiltrar» sus instituciones con agentes encubiertos (McCarthy dixi), poseídos por un espíritu maligno, ateo, enemigo de la familia, la propiedad privada, la democracia y la libertad. Y, además, al igual que ellos poseía armas nucleares capaces de destruir no una sino varias Hiroshima y Nagasaki en su propio territorio.

Pero, sigue diciendo Wolin, una vez que desaparece la URSS se acabó el enemigo externo y su mortífera amenaza, lo que exigía, urgentemente, rediseñar la estrategia para mantener a las masas unidas y movilizadas en torno al gobierno de las élites y fue así que «surgieron» nuevos enemigos externos como el narcotráfico y el terrorismo islámico, pero ya no como enemigos políticos, sino como enemigos de los derechos humanos «universales» que deben garantizar y proteger las naciones que quieran ser consideradas «verdaderas democracias».

Pero ninguno de estos nuevos enemigos externos tuvo la consistencia real de la URSS. Eran más desmaterializados porque estaban diseminados en distintos lugares geográficos subalternos ( Suramérica, Afganistán, Medio Oriente) y para colmo de males podrían estar en casa, porque ya no era un ejército invasor o un misil atómico que volaba hacia ellos, sino «organizaciones civiles» (traficantes de drogas) o comunidades religiosas (musulmanas) que hacen vida legal en Estados Unidos.

El cambio de enemigos estuvo asociado a la profundización de la «crisis» económica interna provocada por las políticas neoliberales y la militarización del presupuesto nacional. De manera que, por una parte, el «patriotismo» ya no se alimentaba del «anticomunismo» y, por otra, los ajustes estructurales en la economía con su reducción drástica del gasto social ya no se justificaba como exigencia de una «economía de guerra«, porque desde la Caída del Muro de Berlín, había triunfado definitivamente la «Pax Americana«.

¿Qué hacer para mantener la chusma a raya? ¿Era prudente mantenerlas unidas y movilizadas en torno a gobiernos de élites depredadoras del presupuesto nacional? ¿Y era posible hacerlo? No hay que ser analista político para saber que un gobierno neoliberal no necesita masas unidas ni movilizadas sino fragmentadas, dispersas y desmovilizadas, atendiendo a sus intereses y problemas particulares. ¿Y qué mejor medio para hacerlo que el miedo instalado en sus mentes durante las décadas de la Guerra Fría? Pero ¿Cómo hacerlo?

De lo que se trataba era de transmutar la raíz del miedo. No ya el miedo a un enemigo externo plenamente ubicado, identificado y ya derrotado como el comunismo. Ni el miedo al narcotráfico porque, como sostiene otro analista político gringo, en Estados Unidos es público y notorio que todos los crímenes asociados al » polvo blanco» terminan en la Casa Blanca.

Tampoco es miedo al «fundamentalismoislámico» (Al Qaeda), cuyo efecto colectivo con los atentados del 11/09/2001, fue de muy corta duración porque apenas transcurridos unos años y gracias a investigaciones realizadas por científicos estadounidenses, ya pocos creen en la «historia oficial» y comparan ese hecho con el incendio del Reichstag, que permitió a Hitler imponer su política represiva sobre el pueblo alemán.

Hoy el enemigo real de las y los estadounidenses de a pie, el que les activa el miedo habitual, que los mantiene en vilo ante la posibilidad de ser una víctima aleatoria, no es un terrorista, es más irregular que una guerrilla y más impredecible que un terremoto. Es cualquiera, un hermano, un primo, un vecino, un compañero de estudios, un transeúnte, un inmigrante integrado, un estadounidense de origen caucásico o negro (jamás una mujer), que un día, como Gouveia, decide salir a matar gente en una iglesia, una escuela, un centro comercial, que luego las autoridades policiales nos presentan como «locos», «desquiciados» y, a la luz de las tesis de Wolin, me pregunto ¿Son locos o zombis?

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